Proyecto Memoria y Palabra.
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Mario Meza Bazán
Historiador
14 julio 2011
I.- Actualidad, debate e historia de un problema
Hasta el año 2000, las movilizaciones con sustento étnico apenas asomaban en el escenario peruano para reivindicar derechos básicos expresados en la defensa de la cultura y del medio ambiente. El retorno a la democracia y la consolidación del modelo económico primario exportador entre el 2001 y el 2011, impulsó con mayor fuerza este proceso de surgimiento de nuevos movimientos sociales de tipo étnico.
Algunos de ellos se caracterizaban por la defensa del medio ambiente, la reivindicación de lo territorial, los reclamos regionales, municipales, provinciales y locales. Otros agregaron a esas demandas el derecho de afirmar una identidad étnica y cultural propia dentro de un marco cultural estatal dispuesto a reconocer, en el nuevo contexto de apertura posfujimorista, el derecho a la distinción.
Las reivindicaciones que esas poblaciones despliegan en el plano económico, se enlazan con exigencias de reconocimiento a la identidad y autonomía cultural, entendiéndose que este era un modo de representación de las nuevas expresiones políticas en un país altamente fragmentado y desinstitucionalizado.
No me ocuparé ahora de los conflictos sociales actuales que han surgido con la emergencia de algunos nuevos movimientos sociales que asumen todos estos reclamos, incluido el derecho a la autonomía étnica y cultural, para hacerse escuchar en el país. En este artículo solo señalaré el proceso histórico de largo plazo que permitiría ahora la formación de un movimiento político indígena en el Perú, aun cuando esté en un nivel muy incipiente de desarrollo, tanto que no ha generado todavía amplias corrientes de apoyo entre importantes sectores de la sociedad, especialmente urbanas, aunque sí algunas simpatías significativas, sobre todo entre los sectores urbanos provincianos y en algunos casos en Lima.
Antes de entrar en materia, debo señalar y destacar que estos grupos y movimientos sociales que reivindican desde una identidad étnica derechos tales como la inclusión de sus problemas, no son nuevos en el país. Tampoco lo es el hecho que si reivindican una identidad étnica para hacerse escuchar no lo hacen con un ánimo segregacionista o separatista, o por lo menos no lo han declarado así. Otra cosa es que en el proceso de lucha política reivindicatoria, y por efecto de una dinámica política ajena a sus objetivos iniciales, puedan plantear la autosegregación y con ello la separación territorial del país.
Está en los políticos nacionales conducir con responsabilidad la solución de estos conflictos y demandas. En este sentido, puedo decir que estos tipos de organizaciones con reivindicaciones de carácter étnico, han venido trabajando desde hace algún tiempo temas que incumben tanto a ellos como al resto de la sociedad nacional. Esto puede favorecer, en principio, el desarrollo de agendas comunes con otros sectores sociales, especialmente en las urbes provincianas, tales como la defensa del medio ambiente, la defensa de formas alternativas de desarrollo y de explotación de recursos naturales, diferentes al actual modelo de extracción primaria, y el tema de la descentralización.
Un aspecto central en esta convergencia es también la defensa de los derechos humanos. Las debilidades de estos movimientos para lograr extender tales aspectos de sus necesidades resultan, sin embargo, bastante ostensibles, sus formas de acción colectiva basadas en precarios grupos de interés no cuajan sólidos movimientos sociales y políticos con bases de identidad étnica, tal como se vio en los paros de carácter regional y provincial que desarrollaron en los últimos tiempos con los nativos indígenas de Amazonas y las poblaciones de Ilave y Azángaro, en el 2009 y 2011, respectivamente. Su mayor y más visible efecto fue su inviabilidad para lanzar una plataforma unificada de lucha electoral, con una sola candidatura, en las últimas elecciones generales.
Sin embargo, algunos analistas han visto en estas movilizaciones sociales las voces de reivindicación que tienen como base étnica la reacción de grupos sociales del interior del país no integrados plenamente a la modernización del último medio siglo. Para Aníbal Quijano, el traumático proceso de modernización que produjo el fenómeno de “cholificación”, llevó a quienes no se pudieron incorporar a ese proceso de transformación, a regresar a sus antiguas fuentes de identidad indígena para reivindicar, desde allí, el espacio que les correspondía en la sociedad nacional (Quijano 2008: 315-322). Ramón Pajuelo propone más bien que el efecto excluyente del sistema neoliberal brindó la oportunidad para que el precario sistema democrático, especialmente de los países andinos, abriera las compuertas de los excluidos con un formato étnico para presionar desde abajo.
Estas corrientes fueron, finalmente, las que quebraron las formas excluyentes de esas democracias precarias en países como Ecuador y Bolivia, con la consiguiente instauración de nuevos referentes políticos y culturales en alianza con otros sectores sociales urbanos, especialmente plebeyos (Pajuelo 2004). La reformulación misma del significado de democracia plasmada especialmente en las nuevas constituciones políticas de esos países (revolución ciudadana y estado plurinacional) ha sido, en este sentido, un efecto notable de la conformación de los nuevos regímenes políticos[3].
Para Rodrigo Montoya, la reconstitución pos neoliberal de los pueblos a partir de los actores movilizados con alguna identidad étnica, hizo de la integración de las propuestas indígenas a la agenda del Estado una parte relevante de la democratización, siempre endeble, de la sociedad peruana. La aparición de estos actores, en todo caso, dejó instalados varios desafíos para ellos mismos, los cuales no han sido afrontados con suficiente éxito como para consolidarlos como nuevos actores con fuerza política.
Para Montoya, la construcción de un movimiento con una sólida identidad indígena constituye quizá el aspecto más importante en el país, de modo que una colectividad propia y diferente a las que estamos habituados a reconocer y aceptar tenga la capacidad de intervenir en el ámbito político nacional, diluyendo en el proceso cualquier forma de organización política tradicional excluyente. De esta manera, entiende que un protagonismo indígena capaz de tejer amplias alianzas con otro movimientos que tengan como trasfondo la reivindicación de principios de solidaridad e igualdad en medio de la diferencia, es quizá el desafío más notable para estos nuevos grupos emergentes (Montoya, 1998).
No obstante, un repaso de la presencia de los movimientos indígenas en diferentes periodos de la historia peruana nos indica que, más allá de las posibilidades reales del impacto político inmediato que sugieren los analistas, la consolidación de nuevos movimientos sociales basados en una identidad étnica pueden tener alguna posibilidad real de incorporación como fuerza transformadora de la sociedad peruana. No sería, sin embargo, la primera vez que esto ocurriría en el país. La historia peruana ha visto en otras experiencias similares de movilizaciones que reivindicaban una base de identidad étnica, la posibilidad de exponer exigencias y desafíos dentro de un marco cultural nacional, propuestas que en muchos de los casos no fueron abordados con la debida atención para una solución definitiva desde la conquista española.
II.- Ciclos del activismo indígena
En diferentes épocas y regiones del país se desarrollaron movimientos sociales que han resistido diversas formas de dominación en la sociedad peruana, más aún cuando se ha tratado de excluirlos de la discusión pública de los asuntos del Estado y de la sociedad nacional. Las batallas de las poblaciones sometidas a la modernización se han caracterizado precisamente por establecer, a lo largo de la historia en los Andes, estrategias y tácticas para conseguir la aceptación de sus demandas por la justicia, especialmente cuando se trataba de enfrentar al sometimiento, la explotación y la exclusión económica y cultural. De esta forma, consciente o inconscientemente han influido de manera decisiva en el moldeamiento de una conciencia sobre la situación de lo indígena y, en general, de cualquier otra forma de identificación étnica sometido a ese tratamiento excluyente en el Perú.
Me interesa mostrar, en este contexto, y desde una perspectiva que sintetice los principales elementos de constitución de una conciencia étnica, en este caso de la población indígena, cómo un sector específico de la población ha movilizado sus demandas en la sociedad nacional donde se insertaba. Esto lo haré teniendo en cuenta las oportunidades y los límites históricos e institucionales con que esta misma sociedad les permitía incorporarse.
Resalto, en este sentido, los límites de reconocimiento de la sociedad nacional no para descalificar las propuestas de las poblaciones indígenas como irreales, sino, por el contrario, para demostrar que cuando ellas no eran reconocidas como necesidades reales en la conciencia de la sociedad peruana, estas poblaciones podían apelar a estrategias y tácticas que ampliaran el espacio de la demanda y la reivindicación de sus necesidades como hechos reales. Para eso haré el recuento desde las épocas coloniales hasta el día de hoy.
1º. La conquista y el orden virreinal
El sometimiento de las sociedades indígenas al orden colonial hispánico tuvo un carácter distinto al del resto de la sociedad colonial dominado por un poder imperial castellano. Caído el imperio de los incas y barridos los viejos patrones de autoridad prehispánica, los miembros sobrevivientes de estas jefaturas indígenas, incluyendo los incas de panacas reales y de privilegio, conservaron sus viejos títulos y prerrogativas en un nuevo pacto corporativo español.
La sociedad indígena negoció su obediencia ante la autoridad colonial, pasando sus propios jefes y caciques a formar parte del mosaico institucional virreinal como bisagras entre la sociedad indígena y la sociedad colonial. Estas poblaciones, consideradas entonces como menores de edad y sujetos de “protección” dentro del derecho castellano, gozaban sin embargo de sus propios fueros de autonomía gubernamental conectados a los canales de acceso al poder español.
De esta manera, la monarquía católica, prolongación al fin y al cabo del orden feudal europeo, articuló en una amalgama diversa y heterogénea de pueblos dominados por la legitimidad del cristianismo católico, una sociedad altamente jerarquizada y estamental, cohesionada por las leyes de la corona y por las costumbres y tradiciones dominantes de la cultura de cada población. El modelo de sociedad mosaica, jerárquica y estamental virreinal, criticable ahora desde la idea de la igualdad en la diferencia, permitió sin embargo la coexistencia de una diversidad de concepciones y vivencias, entre ellas las de la sociedad indígena en el límite que la corona y la iglesia lo permitían, dentro de una sociedad que se vanagloriaba de tener en su diversidad estamental y étnica la virtud de ser una “sociedad justa y de buen gobierno”, representado en el modelo imperial católico.
En virtud de esa cualidad, la identidad de los pueblos indígenas, recreada en una sociedad colonial, se cobijó en unas instituciones virreinales que no dejarían de explotarla para extraerle tributos y servicios personales. Estas se mantendrían, sin embargo, sobre un acuerdo básico de justicia que saldrían a luz cuando curacas e indios letrados como Guamán Poma de Ayala denunciaron los abusos del poder colonial. En este patrón de sociedad mosaica imperial la monarquía hispánica mantuvo la diversidad multicultural y particularmente lo indígena como una parte fundamental del engranaje político y administrativo colonial hasta el siglo XVIII.
2º. El quiebre del pacto corporativo hispánico y la retracción indígena colonial
La derrota de Túpac Amaru II en el último veintenio del siglo XVIII transformó radicalmente las diversas concepciones sobre la legitimidad mosaica de la sociedad imperial hispánica. El nuevo régimen borbónico inspirado por las concepciones ilustradas de la homogeneidad y el conocimiento científico del mundo, dejaron de lado los conceptos religiosos y sagrados del catolicismo corporativo para materializar la naturaleza y al hombre en función del cálculo y la rentabilidad. Se introdujeron nuevas concepciones del universo, la naturaleza, la sociedad y la humanidad. La naturaleza pasó a ser simple materia manipulable por el hombre y este se convirtió en el centro, la voluntad misma del universo.
La vieja teología jusnaturalista que legitimaba la integración naturaleza-sociedad-humanidad se fragmentó y dispersó ante el crudo interés del individualismo capitalista en sus versiones mercantilista y fisiocrática. Las órdenes estamentales hispánicas como indígenas, desgastadas por el mestizaje y las castas fueron vistas como versiones arcaicas de una sociedad renuente a la secularización y al advenimiento de la racionalización ilustrada de la sociedad y sus instituciones.
En ese contexto, el mosaico social, étnico y cultural del imperio hispánico en los Andes se desarticuló y los naturales se refugiaron especialmente en la intimidad de sus propias culturas comunitarias y tradicionales. Los despropósitos iniciales de las élites modernizadoras de la ilustración por convertir a sus súbditos en ciudadanos mediante la “integración” de individuos antes que de colectividades, especialmente en materia fiscal y tributaria, sugiere que las voces más opuestas a las nuevas reformas eran la de los propios caciques y jefes étnicos, especialmente del sur andino, a fines del siglo XVIII. Fueron ellos los que defendieron el derecho de sus pueblos a no ser incorporados al nuevo orden disgregador que impuso la dinastía borbónica sobre el viejo orden mosaico imperial de los Habsburgo.
La lucha planteada por los caciques del sur, liderada por Túpac Amaru II y seguido por muchos pueblos indígenas, mestizos, castas y criollos vinculados al viejo orden colonial, prefiguraron entonces los conflictos que el modelo francés de Estado unitario provocaría y que luego los estados nacionales burocrático centralizados, instaurado por los Borbones en los Andes y en la Hispanoamérica independiente, prolongarían.
Con la derrota del movimiento insurreccional indígena y popular las élites hispánicas y criollas en el Perú, afectadas por su pérdida de hegemonía en el virreinato peruano, cuestionaron su propio orden dentro de la sociedad mosaica y pasaron a integrar las filas de las ideas reformistas modernas. De esas reformas, la más relevante y que quedaría para los siglos venideros fue la que proclamó la igualdad absoluta de los individuos por sobre cualquier otra consideración corporativa y comunitaria. La negativa al derecho a la diferencia cultural se instaló como ideología oficial.
El rechazo a la idea de la colectividad corporativa de base étnica como sustento de la nación social y política, se ha soslayado desde entonces en los debates constitucionales. Especialistas sobre las violencias sociales y políticas que han aquejado al país hasta el día de hoy, presentan como fuente de todas las violencias esta marginación construida convenientemente sobre el olvido y la exclusión. Soslayar las reivindicaciones de estas poblaciones que hoy nos recuerdan cuál es la base de su identidad étnica para ir incluso más allá del término indígena y reivindicarse como un grupo étnico regional específico, es producto de ese corte histórico fundamental surgido en el siglo XVIII y que reemerge en el siglo XXI.
Las tendencias que se bosquejan, entonces, para este ciclo en los Andes son las mismas tensiones que caracterizan la introducción del capitalismo occidental en otras latitudes del planeta y que se reiteran permanentemente hasta hoy. Las respuestas violentas de las poblaciones andinas identifican, de este modo, cuál es la estructura subyacente secularmente instaurada para mantener apartados de un modelo de desarrollo más dialogante y horizontal a aquellos que prefieren quedarse al otro lado de las fronteras del desarrollo moderno y capitalista de la sociedad o que entran esporádicamente sin integrarse plenamente a él.
3º. Las guerras de independencia, el caudillismo y el Estado republicano corporativo y clientelar hasta la guerra con Chile
Túpac Amaru II. Siglo XVIII. |
La denominación oficial de peruano antes que por su identidad de indígena, resultó en un intento frustrado de las élites libertadoras en su objetivo de fundar una república unida y de iguales ante la ley. Implicó en el fondo una intención pueril de extender un nuevo tipo de identidad que resultaba contradictoria con las categorías tributarias que sobrevivían ante la necesidad de mantener al fisco. La idea lírica de peruanidad se oponía a la identidad étnica y racial, sin embargo, resultaba en la práctica un factor de complemento a lo indígena en tanto expresaba, en última instancia y en mejores términos, las condiciones de su reconocimiento dentro de un Estado que requería aún de sus servicios y tributos aunque no resolviera la promesa de la vida peruana.
La derrota de las rebeliones indígenas en el siglo XVIII implicó el descabezamiento de sus élites y la persecución a sus culturas. Pese a ello, el siglo XIX no significó el olvido de su identidad como expresión distinta al de la ideología oficial del nuevo Estado. La derrota de las rebeliones indígenas en el siglo XVIII los sustrajo, efectivamente, de seguir legitimando sus discursos alternativos identitarios, pero aquietó la ofensiva de las reformas borbónicas. El siglo XIX, pos independentista, en cambio, no silenció las objeciones indígenas a la vigencia de un paradigma ilustrado para la sociedad moderna occidental, aunque tampoco las negó; más aún, las poblaciones indígenas lucharon por construir hegemonías al lado de caudillos más solícitos a sus inquietudes.
La desventaja de esta forma de construir órdenes políticos fue la permanente precariedad y continua rivalidad entre caudillos, élites y hegemonías regionales dispuestas a combatir en guerras civiles, golpes de estado, motines y cuartelazos con tal de construir su dominio político en la nueva república. Las poblaciones indígenas eran entonces muy participantes del caos institucional y de la violencia instaurada a causa de la mala performance de las élites para construir instituciones sólidas.
Esta participación motivaría más tarde a las élites encumbradas por el poder fiscal del guano, a construir discursos fenotípicos del indígena, presentándolo como un ser violento, irracional, poco dispuesto al trabajo y el origen de todos los males de la nación. El esfuerzo por invisibilizar étnica y racialmente a los indígenas, bajo el formato de la incivilización, constituía en realidad el producto final de un esfuerzo ideológico por construir imágenes alternativas de la nación, al margen de la realidad étnica indígena predominante en el país.
Si las élites ilustradas buscaban construir un Estado con el principio de que una república nacional como comunidad de iguales se construía solo entre aquellos que fuesen realmente iguales, encontraron en el ciclo del caudillismo el pretexto perfecto para atribuirle a los indígenas, a la plebe urbana y a los caudillos ambiciosos de poder, los defectos de los grupos que no debían formar parte de esa comunidad nacional.
La instauración de la “ciudadanía” como modelo político y social de gobierno republicano, al margen de las realidades étnicas, fue la coartada ideológica y cultural para deslegitimar la cultura indígena popular y negar su incorporación como tal en una sociedad que pretendía ser nacional. Era, al mismo tiempo, la reafirmación para legitimar la hegemonía ilustrada de las élites en el poder y agregar, por ello, la función de tutela y enseñanza a indígenas incivilizados en los modos pacíficos y de obediencia a la ley.
No obstante, la deslegitimación de la cultura e identidad indígenas no fue un proceso simple ni automático. La batalla ideológica y política permanente de las élites ilustradas para imponer las nuevas categorías de la ciudadanía occidental se hacía dentro de una realidad que estaba en contra de ellas.
Los ejércitos o milicias estaban conformados esencialmente por poblaciones indígenas y los caudillos eran mestizos con no pocas ramificaciones familiares indígenas; mientras que las élites intelectuales y políticas peruanas no poseían en realidad los mecanismos institucionales e ideológicos de la coerción y la violencia monopólicas para construir, como en Europa y Norteamérica, un verdadero dominio sobre su sociedad.
Es más, los primeros mecanismos de elección de representantes establecidos en las nuevas constituciones liberales, gestadas desde antes de la Independencia, en 1809, tampoco permitían la hegemonía de una noción muy nueva y unívoca de ciudadanía.
Acorde con la realidad de ese momento, las élites propugnaban la permanencia de las diversas expresiones corporativas y étnicas de la sociedad. Las nuevas constituciones liberales conferían a los pueblos indígenas voz y voto en el complejo mecanismo de elecciones de representantes para las juntas de gobierno y los cabildos municipales. La persistencia de las representaciones étnicas frente a la noción del ciudadano, individuo ilustrado en la modernidad, nos indica la enorme importancia del factor étnico y cultural en los nuevos estados andinos, especialmente cuando estos tenían que ser defendidos con las armas.
El peso que tuvieron los pueblos indígenas en las luchas políticas entre caudillos, en medio de elecciones muchas veces tumultuosas y fraudulentas, combinaron de esta forma una praxis política muy latinoamericana: los caudillos detentaban el poder político y militar de ejércitos formados por mayorías indígenas que gozaban de derechos propios y eran dueños del voto corporativo en las contiendas electorales. Ambos aspectos nos indican cómo los grupos étnicos indígenas articularon estrategias y tácticas para frenar las pretensiones modernizadoras de las élites, especialmente de Lima, haciendo prevalecer sus propias costumbres y modos de vida.
La afirmación de esta identidad y de los intereses de los pueblos indígenas, aliados entonces con sus primeros defensores políticos e intelectuales urbanos llamados indigenistas, que se habían levantado especialmente contra las pretensiones de las élites centralistas costeñas, encontró, sin embargo, un nuevo y más poderoso obstáculo en el proceso de afirmación de su derecho a la autonomía cultural dentro del Estado republicano.
La extracción de nuevos recursos naturales: guano y salitre, así como la inversión derivada de la prosperidad de las haciendas agroexportadoras en la costa norte y costa centro sur del país, se convirtieron en nuevas y fructíferas proveedoras del fisco. Estas actividades llegaron a tener incluso más demanda que la plata, metal que había sido durante siglos una de las fuentes de financiamiento del Estado peruano y cuya explotación estaba siempre condicionada a la disposición de la mano de obra indígena en el siglo XIX. Los nuevos recursos productivos dieron una inesperada oportunidad a las élites costeñas, y particularmente al Estado, de obtener ingresos netos sin una clara dependencia de los intereses de las élites regionales y de la población indígena.
Esta liberación de obligaciones pecuniarias por parte de las élites de Lima y de la costa frente a las exigencias de las élites regionales serranas y provincianas, como del propio campesinado indígena, la población absolutamente mayoritaria en el país, los llevó a reimpulsar de manera abierta y desembozada el tipo de modernización que habían acariciado desde el fin de la colonia, luego de la ofensiva de las reformas borbónicas.
La autonomía de sus intereses frente a las sociedades regionales y a los grupos étnicos, les permitió construir un nuevo tipo de Estado, corporativo y centralizador, que manipulaba amplias redes de clientelaje y redistribución de los recursos del guano, especialmente bajo Ramón Castilla. Se impulsaron entonces agresivos proyectos de penetración y control de las áreas rurales andinas y amazónicas, ya sea a través de ferrocarriles para la extracción de más riquezas o enriqueciendo personajes y élites en la adquisición de nuevas propiedades y terrenos; todo lo cual llevó a un mayor grado de autonomía del Estado frente a las demandas de la mayoría del país.
Para consolidar mucho más esta independencia lograda por las élites de la costa respecto a la mano de obra indígena, se propició la incorporación de trabajadores inmigrantes en las haciendas, en las nuevas haciendas y en los territorios dispuestos para la colonización; asimismo, para la construcción de ferrocarriles y en la explotación del guano y del salitre, excluyendo en forma definitiva la participación laboral indígena en el desarrollo agroexportador y guanero.
Este proceso de invisibilización y marginación de los grupos indígenas terminaría, sin embargo, cuando las fuerzas invasoras del ejército chileno destruyeron los soportes de la dominación económica y política criolla costeña. El guano y el salitre se quedarían en manos de los invasores y de los acreedores externos. El Ejército, destruido por la ocupación de Lima, no volvió a levantar nuevas fuerzas hasta la formación de guerrillas con quienes precisamente las élites habían excluido y olvidado en la etapa previa de prosperidad.
Las comunidades indígenas volvieron a ocupar un espacio político, que les brindaba la guerra. Este era efectivamente el único espacio real donde podían hacer sentir su presencia protagónica en el país. La férrea resistencia al ejército chileno impidió a las élites criollas derrotadas poner fin a la guerra, lo que se dio finalmente a costa de una cesión territorial. La división de la élite y la exclusión del campesinado indígena de la prosperidad del guano, propició que el sector geográfica y políticamente menos involucrado con los intereses del guano y el salitre, aceptara poner fin a la tragedia de una nación desgarrada desde antes del conflicto bélico.
4º. La reestructuración de postguerra y la exclusión política
La derrota de las élites modernas criollas y la resistencia de sus aliados hacendados rurales en la guerra, obligó a estos últimos a volver la mirada hacia los problemas que el frente interno presentaba para la continuación del conflicto. La amenaza de los grupos étnicos indígenas, afro y asiáticos, armados y movilizados en el avatar de las batallas y responsables de saqueos y revueltas en las áreas rurales contra los amos y señores, así como la movilización de la resistencia popular campesina liderada por Andrés Avelino Cáceres, planteaban riesgos más serios que la continuación de la guerra misma contra los chilenos.
En un contexto en donde el descalabro de los aparatos represivos y coercitivos de un Estado casi inexistente, reemplazado solo por la vigilante y desconfiada mirada de un ejército invasor sobre las propiedades de las élites costeñas, obligó a las élites rurales a sopesar que el costo del sacrificio de una parte del territorio nacional no podía ser mayor que la desintegración misma del país ante una guerra de castas. Zanjar sus diferencias entre sí condujo a las élites a concordar que la ocupación del sillón presidencial solo podía corresponder al único capaz de aquietar a las mismas fuerzas que habían resistido seriamente al invasor. Cáceres y sus ejércitos campesinos quechua hablantes era la única opción real para levantar un régimen de “regeneración moral”. En un país abatido por la guerra no podía haber una mejor solución. Aun así subsistían las exigencias de las élites criollas para la instauración de un orden político estatal bajo una nomenclatura ideológica que había negado la participación indígena popular en los asuntos de un Estado que los había expectorado hacía tiempo de su modernización.
Los prejuicios de las élites no podían, sin embargo, negar el importante rol que podían cumplir las poblaciones indígenas para reconstruir el país, quebrado por la guerra. Las poblaciones indígenas excluidas de la era del guano se convirtieron en las principales tributarias de la reconstrucción material nacional, tal como lo habían sido en la era previa al guano y al salitre. Este rol, asignado providencialmente a las poblaciones indígenas, no dejó de tener sus dificultades. Las protestas y levantamientos en el norte y en el sur del país contra las nuevas exigencias tributarias y fiscales llevó a una serie de represiones sangrientas, ordenadas por el antiguo jefe de la resistencia indígena: Andrés Avelino Cáceres.
El yawarmayu contra la oleada de imposiciones gubernamentales buscó contrarrestar la afectación a los derechos sobre el uso de la tierra y el incremento de las cargas tributarias indígenas en aspectos tan sensibles como la coca, la sal y el alcohol. Resistieron también al intento de los hacendados de expandir sus dominios sobre las tierras abandonadas por los indígenas antes, durante y después de la guerra.
La represión antiindígena quebró y redujo, finalmente, la posibilidad de algún pacto duradero al interior del Estado entre sectores terratenientes rurales que habían participado con Cáceres durante la guerra de resistencia, las clases medias urbanas que apoyaban al régimen cacerista y las propias poblaciones indígenas campesinas. A la larga, el convencimiento inicial de las élites civiles criollas de prolongar un régimen militar de postguerra como el cacerista, las llevó, finalmente, a respaldar la liquidación de dicho régimen con el encumbramiento de otro caudillo civil y conservador: Nicolás de Pierola. Este personaje, autonombrado protector de indígenas durante la guerra, derrocó a quien durante el conflicto había batallado codo a codo con los indígenas contra las tropas chilenas.
La caída del héroe de la resistencia luego una nueva pero corta guerra civil en 1895, se produjo tras el abrupto proceso de separación y aislamiento de quienes bien pudieron servirle de apoyo si su régimen hubiese sido más comprensivo con sus realidades. Como diría el historiador Nelson Manrique, en Cáceres se impuso su sentido de clase. Lo paradójico fue que cayó con la complacencia de esa misma élite civil por cuyos intereses el Héroe de la Breña dio la espalda a sus ejércitos indígenas campesinos.
Este hecho político fundamental indica claramente cómo la guerra civil de 1895 afectó el campo indígena dividiéndolo, debilitándolo, enfrentando a unos contra otros y, sobre todo, socavando la autoridad de las viejas alianzas interétnicas y clasistas que servían para fortalecer la posición de las poblaciones indias dentro del Estado. En este caso, el retroceso de las posiciones inclusivas y en bloque de las poblaciones indígenas con una reivindicación de su sentido étnico, se hallaba muy deteriorada, merced a muchos factores: las guerras, la crisis económica, la fragmentación política y la hegemonización de una cultura discriminadora dentro de las poblaciones indígenas, especialmente urbanas, que veían con un desprecio similar o mayor a sus coterráneos campesinos.
La política institucional del Estado concentrado en el parlamento, las prefecturas y subprefecturas, la judicatura y los municipios se volvieron entonces más excluyentes de la participación indígena, reemplazándola en su preferencia con un actor considerado menos malo, los mestizos. Un colofón poco atendido por la historiografía, pero relevante en esta exclusión política, fue la abolición del derecho de las masas indígenas al sufragio electoral, en 1896. Esta medida quebró la eventual posibilidad de alianzas políticas de las poblaciones indígenas dentro de las instituciones públicas estatales a todo nivel. No resulta poco coincidente e irónico, por otro lado, que este hecho se diera en simultáneo con la reorganización institucional y técnica del ejército peruano, es decir con su profesionalización, lo que ayudaría a evitar, teóricamente al menos, el restablecimiento de nuevas alianzas entre caudillos militares y las poblaciones indígenas. Una experiencia asimilable a este tipo de políticas solo se volvería a presentar durante la guerra contra Sendero Luminoso entre finales de la década de 1980 y principios de 1990.
Incapacitadas por su visión ideológica de orden y progreso autoritario, las élites criollas no podrán incorporar y movilizar democráticamente a las masas indígenas, las excluirán de toda representación y participación democrática en el país. Sin embargo, tampoco podían dejarlas totalmente abandonadas y a merced de los poderes fácticos de los gamonales del lugar (hacendados, comerciantes, curas y funcionarios del Estado).
Considerados como un factor productivo vital para el desarrollo del país, los pueblos indígenas fueron incorporados a la tutela educativa de las nuevas instituciones corporativas rediseñadas, tales como las Fuerzas Armadas, o inventadas, como La Ley de Conscripción Vial o las leyes contra la vagancia; asimismo, se les incentivó al aprendizaje y amor a la patria a través del trabajo y la coerción. Todas estas medidas han sido puestas en práctica sin tener en consideración las culturas originarias, sus aspiraciones y necesidades, o subordinándolas al interés y necesidades del Estado criollo moderno. De esta manera, los partidos aristocráticos de 1900 abrieron un ciclo de exclusión de derechos políticos a la población indígena que no se cerraría sino hasta 1980.
5º. Invisibilización étnica y silenciamiento de la indigenidad: mestizaje indígena y clasismo campesino
En 1919 el esquema elitista y aristocrático del dominio político, social y cultural que excluía a las poblaciones definidas como razas inferiores: indígenas, afros y asiáticos, sufrió acaso el impacto más duradero durante el régimen del presidente Augusto B. Leguía (1919-1930). Leguía barrió con la llamada república aristocrática e implantó un régimen que lo acercó más a quienes por décadas habían sido apartados de la vida política nacional.
La población rural crecía, los servicios públicos se expandían al campo, las poblaciones mestizas y provincianas migraban a las ciudades y alteraban la hegemonía del pensamiento ilustrado y positivista excluyente de las élites criollas de las ciudades, especialmente en la costa norte y en Lima.
El estrepitoso fracaso de la modernidad eurocéntrica, evidente tras el estallido de la Primera Guerra Mundial, empoderó a las revoluciones mexicana, rusa y china como modelos propios de construcción e integración nacional desde sus vertientes más populares y románticas de las comunidades premodernas. Los nacionalismos telúricos de orden racial y cultural plebeyo y los socialismos como negación del dominio absoluto del capital sobre el trabajo, especialmente en Europa, reivindicaron las nociones de pueblo y del factor étnico nacional indígena en América Latina y especialmente en el Perú.
El pueblo y los indígenas se convirtieron, en el imaginario político cultural provinciano mestizo, en auténticos actores de la gesta política y social de la nación. Las élites provincianas buscaron convertirse en portavoces intelectuales y morales de su patria chica, sea como indigenistas, nacionalistas provincianos o regionalistas. Lo inca y lo indígena reaparecieron como factores simbólicos de la reivindicación nacional. Más aún, en el pensamiento indigenista sur andino la raza india o cobriza, desde un punto de vista más contemporáneo, se convirtió en el único factor de salvación nacional.
Motivados por estos hechos, las clases medias, especialmente urbanas y provincianas, fundaron los primeros partidos de masas y de clases conocidos también como populares y clasistas en la década de 1930. La Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA) y el Partido Comunista del Perú (PCP) intentaron renovar y reconstruir la política más allá de los pactos y las componendas elitistas criollas que excluían a importantes sectores de la población, entre ellos a los indígenas. Tenían como fuente de inspiración la abolición de las desigualdades y la reivindicación de las poblaciones autóctonas, tal como se estaba experimentando en otros países de América Latina, Europa y Asia y como lo habían proclamado las enseñanzas de los liberales y anarquistas de fines del siglo XIX y principios del XX.
El compromiso estaba dado pero los primeros partidos de reivindicación indígena, identificados con lo popular y nacional, dejaron fuera del núcleo original de las luchas anti oligárquicas el componente étnico de las mismas. La ideología de la lucha de clases y la persecución de los regímenes militares pro oligárquicos de la década de 1930, excluyó a los nuevos partidos de los reducidos terrenos de la confrontación democrática y los llevó al terreno de la legitimación de la violencia política para abolir la explotación y las injusticias.
La lucha política enfocada en los términos de clases y lucha de clases, así como el paradigma de la liberación de lo nacional se tejieron con la violencia armada. Incluso esta última necesitaba potenciar aún más y mejor su legitimidad en los términos de la lucha de clases. Así, se relegó el factor étnico y cultural indígena pese a que de allí provenían las muestras más palpables de lo que era una resistencia armada y de guerrillas, llevando la violencia revolucionaria a un plano ideal, de falsa conciencia o del romántico pequeño burgués utópico y populista, desviándose su sentido real al ser expresada como lucha de clases. Las exigencias planteadas por la persecución represiva gubernamental invisibilizaba el factor indígena en la conciencia de los principales líderes de los partidos de base popular; el ingrediente político fundamental de la lucha eran las masas de las urbes, con mayores niveles de educación y de fácil acceso a su conciencia política beligerante.
En este contexto, los proyectos integradores de la nación pasaban por el filtro de lo popular y plebeyo, e implantaban, en última instancia, la noción del mestizo descendiente como un indígena urbanizado en costumbres y valores occidentales. Los mestizos o cholos eran, por ello, más fácilmente asimilables a las ideas de la lucha de clases y de lo nacional popular que los indígenas, estos últimos desperdigados en el campo y sujetos al control del atavismo de una cultura no occidental y de sus terratenientes que, paradójicamente, por ser rurales, entendían mejor sus códigos culturales.
Hacia las décadas de 1940 y 1950, los grandes contingentes indígenas campesinos que migraban a las ciudades parecían, efectivamente, darles la razón a los partidos populares y clasistas. Los indígenas abandonaron sus identidades originarias y se adaptaron a las exigencias de las ciudades y de sus élites urbanas criollas. Las clases gobernantes reforzaron mejor las nociones de mestizaje y cholificación que habían gestado desde principios del siglo XX, y convergieron con apristas y comunistas en una misma concepción del mestizaje como base de la construcción de lo nacional.
Las ideologías de la modernización liberal y las de tipo populista y clasista coincidían en definir la sociedad peruana moderna a partir del mestizaje biológico y de una sola cultura de clases con orígenes urbanos. Enmarcaban, de ese modo, el espacio ideológico y cultural desbordado por la fuerza aluvional de una población indígena que amenazaba, con su sola presencia, con destruir las ciudades, según visión del intelectual indigenista Luis E. Valcárcel. Las nuevas élites emergentes del primer proceso migratorio provinciano, la equipararon con el cholo que se proletarizaba y ensalzaron su presencia como el nuevo actor emergente con el cual habría que entenderse para el pesar de las viejas élites criollas. El viejo paradigma de la modernización ilustrada, basado en un racismo excluyente, reciclaba así la exclusión cultural indígena practicada en tiempos anteriores con el recurso del mestizaje y la cholificación.
Paradójicamente, las primeras amenazas reales al orden oligárquico no provendrían de las masas indígenas que migraron a las ciudades sino de las que se quedaron en sus lugares de origen, en el campo, y no entraron al proceso migratorio con una acelerada pérdida de su identidad indígena rural en las ciudades. En la década de 1960 esta se mostraría en toda su plenitud cuando la movilización campesina de las provincias de Cusco, dirigida por un militante trotskista del lugar, Hugo Blanco. Esta gesta impuso una agenda reivindicativa básica para su movilización: el derecho a la tierra y a la identidad indígena. Imbuidos del mismo espíritu reivindicativo, las reformas agrarias subsiguientes vetaron, sin embargo, la posibilidad de incorporar a la población indígena en base a la reivindicación de su carácter étnico, y excluyeron de su vocabulario político esa identidad para redefinir a los indígenas con una acepción clasista: campesino.
III.- Condiciones actuales del activismo indígena: entre el campesinismo y el indigenismo
La posibilidad de construir identidades diferentes capaces de reivindicar derechos desde una perspectiva no hegemónica de la sociedad, supone que exista en la sociedad un mínimo espacio para el disentimiento y confrontación entre las ideas de los dominantes y de los dominados.
Las sociedades latinoamericanas, especialmente en los países andinos, han contado, mal que bien, desde la década de 1980, con la posibilidad de expresar en mayor o menor grado y en la esfera pública corrientes de disensión para la integración de quienes hasta entonces estaban excluidos de los derechos formales. La existencia de estos espacios hizo posible el reconocimiento de los derechos de las poblaciones indígenas dentro de los propios Estados nacionales republicanos.
En este contexto, se generaron políticas dirigidas a compensar la desigualdad y discriminación con acciones más igualitarias. En este sentido, el principio de la igualdad se convirtió en un referente fundamental para legitimar el derecho a la diferencia. Aun así debemos resaltar que el discurso de la igualdad en la diferencia y en la diversidad es un concepto relativamente nuevo dentro de la filosofía política moderna (Walzer, Michael, 1993).
En la historia de los países andinos esta propuesta estuvo jalonada por la necesidad de construir diferencias inclusivas, dentro de la diversidad pero en contextos de fuertes legitimidades discriminatorias y de desigualdades (De la Cadena, Marisol, 2004). En otras palabras, la integración de colectividades excluidas dentro de sociedades estructuralmente desiguales, jerarquizadas y profundamente discriminadoras generó en la mentalidad y en la cultura de las élites blancas, como en los ámbitos populares indígenas y mestizos, discursos paradójicamente tendientes a una inclusión subordinada (Degregori, Carlos Iván, 2011).
No debe sorprendernos, por ello, el hecho que, a pesar de la persistente desigualdad y discriminación dentro de las sociedades andinas y especialmente en la peruana, la voluntad de construir mecanismos de inclusión dentro de las premisas de la desigualdad haya sido el rasgo más notable en el objetivo de contrarrestar la homogenización de la cultura y la identidad oficialmente dominante de las élites en el poder.
En este sentido, vale la pena señalar que más que actitudes heroicas de las poblaciones para no sentirse excluidas y discriminadas, han sido sus capacidades de adaptación y sobrevivencia en estos escenarios de alta discriminación las que han guiado sus estrategias de incorporación en las sociedades andinas desiguales, contrapesando desde este lado el peso de los valores occidentales que buscaban reforzar en determinados momentos de la historia los proyectos más excluyentes y discriminadores de la modernidad occidental.
Resulta paradójico y crucial constatar cómo la “adaptación en resistencia” de los valores jerárquicos y tradicionales de las sociedades andinas enfrentados a las opciones modernizadoras más excluyentes de las élites dominantes, ha podido dotar de recursos y versatilidades a las poblaciones con identidad étnica para fortalecerse y reinventarse en el largo plazo. Las poblaciones indígenas se adaptaron a las condiciones modernizadoras de las élites y no perdieron su voluntad de diferenciarse dentro de la sociedad peruana, plantearon sus propias alternativas a los problemas de la construcción nacional y lo siguen haciendo desde sus identidades y necesidades.
He mostrado que existen recursos y experiencias en el manejo y recreación de estas identidades en cada ciclo histórico: pactos con el Estado, alianzas con los caudillos, participación pública en las legalidades que los reconocían desde la conquista y el virreinato hasta el Estado moderno, participación durante las guerras de independencia y en la guerra contra los chilenos y sus aliados peruanos, movilizaciones contra gobiernos y autoridades, etc. Todos estos ejemplos son parte de una larga lista de adaptaciones y resistencias donde plantearon sus demandas y soportaron las represiones de todo tipo.
No obstante, hace falta que desde el lado de la autoridad formal y legal se avancen y fortalezcan procesos que inspiren de manera decisiva en la población no indígena y en general urbana, citadina o no identificada con algún espacio étnico de identidad, sentimientos de inclusión en términos de igualdad, equidad y solidaridad, para abandonar finalmente las inclusiones jerárquicas y discriminatorias en el país.
Las reformas sociales del régimen militar de Juan Velasco Alvarado intentaron trastocar radicalmente este tipo de escenarios excluyentes, aquello que se llamó “herencia colonial” de la sociedad peruana, aboliendo el soporte económico, social y político-legal del régimen oligárquico e imperialista. Desde la perspectiva que hemos manejado, hacía alusión en realidad a elementos poco ponderados de la dominación y la exclusión cultural impuestos desde la conquista hispánica, que crecieron y se extendieron aún más desde la derrota de la rebelión de Túpac Amaru II.
El colonialismo hispánico fortaleció el dominio del modelo occidental de modernización liberal capitalista, excluyendo de él a otras sociedades no occidentales. Situados entre la abolición del derecho de representación de los indígenas en la política electoral y la lucha política de caudillos entre fines del siglo XIX y buena parte del XX, las diferentes formas de exclusión en la sociedad peruana han significado una historia reiterada de exclusiones, apelando para eso a todo tipo de argumentos, tales como la inferioridad racial indígena, la superioridad del mestizaje, la necesidad de una reforma educativa, una reforma agraria, la incorporación de las culturas nativas al conocimiento convencional de occidente.
El régimen velasquista, aunque actuó con un poco más de sensibilidad que cualquier otro gobierno, lo hizo en función de los problemas económicos y sociales que ponían en riesgo las nociones de seguridad nacional y de protección a la nación. Las reformas de Velasco abrieron, sin embargo, un espacio más significativo para la representación de los problemas indígenas en los términos de un clasismo igualador, cultivado, claro está, en el paradigma occidental de la lucha y conciliación de clases. Este proceso catalizó tres factores fundamentales que impulsaron movimientos sociales favorables a la construcción de los futuros movimientos con identidades étnicas:
1. Impulsó, en nombre de la modernización clasista y con identidad chola, una reforma agraria y una legislación sobre la colonización nativa amazónica, ampliando la participación hacia segmentos de la población hasta entonces mucho más ignorados que las propias poblaciones rurales andinas. Esto permitió la formación y recreación de nuevos espacios vitales para el desarrollo de las futuras redes de socialización indígena en el país. Paralelamente, abrió una exposición de inversiones para la explotación de materias primas.
2. Promovió el debate y cuestionamiento, desde enfoques clasistas, de los viejos patrones de dominio y discriminación de las identidades étnicas, restando legitimidad a la construcción racial de la autoridad blanca y mestiza. En la medida en que las etnias indígenas existieran, estas serían un problema no resuelto en el proceso de integración masiva de la población indígena en los valores occidentales.
En el esquema de modernización clasista, el modelo de inclusión de los grupos étnicos estaba desgastado y era inviable en el largo plazo la incorporación efectiva de la etnia a la nación. Esto contribuyó a potenciar la presencia de las poblaciones indígenas como campesinos, sometidos a la dominación de clase; lo cual, en el fondo, ayudó más bien a preservar las referencias culturales de dichas poblaciones como entidades distintas de la sociedad mestiza o chola ocultando su composición étnica y racial.
3. Se incubaron así procesos de maduración ideológica por la reivindicación y el derecho a la dignidad de los pueblos rurales no occidentalizados plenamente. El protagonismo que afloraría luego en los procesos de contrarreforma vividos desde fines de la década de 1970, les permitió a las poblaciones indígenas campesinas reconstruir y potenciar sus organizaciones de base. Al margen de cómo evaluemos el proceso de reformas velasquistas, podemos señalar que la “revolución institucional y cultural” de igualación clasista, practicada sobre la sociedad peruana por los militares, trazó caminos que abrieron espacios para debates más amplios y transparentes sobre la cuestión multicultural y étnica en el país.[4]
El desquiciamiento senderista y la represión estatal exacerbaron el caudal acumulado de valores y significados cuestionadores del poder tradicional dominante de las élites criollas y modernizadoras, reivindicando de ese modo la dimensión de la igualdad absoluta de los de abajo. La guerra de clases que protagonizó el PCP Sendero Luminoso en nombre del comunismo (nueva versión de la modernización occidental autoritaria) no retrajo la legitimidad del discurso de la justicia social pero lo bloqueó frente a sectores criollos y cholos, que vieron entonces toda forma de reivindicación contra el paradigma neoliberal como sospechosa de subversión y causante de la agudización de los conflictos estructurales irresueltos en la sociedad peruana.
A pesar de los efectos de tal bloqueo, producto de una guerra fratricida, podemos concluir en que la modernización occidental de las élites criollas y luego mestizas o cholas, aunque obstaculizaron temporalmente la participación de las poblaciones étnicas no criollas en la construcción política del Estado-nación en el Perú, nunca eliminó la legitimidad de la justicia igualadora que los actores excluidos de la historia modernizadora habían intentado sembrar desde sus orígenes.
La igualación como discurso y práctica contestataria a la autoridad legalmente establecida persiste en buscar un espacio legítimo y reivindicador en medio de una sociedad jerarquizada y discriminatoria. Hoy, las poblaciones indígenas intentan hacerse presentes en el proceso político nacional, buscando recuperar espacios para su autonomía étnica así como superar la legitimidad de los discursos nacionales modernos liberales y de las habituales monsergas clasistas; en consecuencia, buscan plantear la legitimidad y el derecho de su libre expresión en términos horizontales con sus interlocutores.
La defensa de las identidades étnicas de base es parte del replanteamiento de ideas hacia la fundación de un Estado pluricultural y mosaico. Bajo el paradigma de la igualdad con derecho a la diferencia, la construcción de un discurso germinal de este tipo puede ser lenta pero segura. Más aún, en un escenario marcado por la pos violencia política, este nuevo paradigma requiere afianzar su protagonismo como un actor de peso que reconstituya el actual escenario neoliberal en uno pos neoliberal.
No tienen aún, los pueblos indígenas, un discurso ni objetivos claros que rebasen la valla puramente reivindicatoria de lo étnico indígena y racial, de mera autodefensa de sus derechos incumplidos o usurpados; pero sí cuentan con los soportes de las sociedades de pos guerra: organizaciones, escenarios de discusión y la necesidad perentoria de reconstruir el sentido primordial de reivindicación de la vida junto con defender la continuidad de la existencia de la cultura propia dentro de la diversidad.
Los argumentos legítimos para plantear debates sostenidos contra el neoliberalismo luchan actualmente con tenacidad para buscar horizontes más inclusivos, y, aunque los pueblos originarios no han construido una plataforma de carácter nacional, la historia señala que tienen capacidades para hacer política real desde los tiempos de la conquista. Dependerá de cómo busquen asociaciones y horizontes más amplios con otros actores igualmente expoliados en el actual escenario, para plantear alianzas estratégicas viables para una sociedad mosaico de corte pos neoliberal.
Referencias bibliográficas:
Degregori, Carlos Iván. “Política intercultural favorece la democracia”. Tarea 76. Febrero 2011.
De la Cadena, Marisol. Indígenas Mestizos. Raza y cultura en el Cusco. Lima, IEP, 2004.
Montoya, Rodrigo. “Movimientos indígenas en América del Sur: potencialidades y límites”, en Ciberayllu. 1996, www.andes.missouri.edu/andes/Especiales/RMMulticulturalidad/RM_Movimientos1.html
Pajuelo, Ramón. “Movilización étnica, democracia y crisis estatal en los países andinos”. Lima, IEP, 2004, www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/lasapajuelo.pdf
Quijano, Anibal. “El ‘Movimiento Indígena’ y las cuestiones pendientes en América Latina”. en CAOI. Estados plurinacionales y comunitarios. Para que otros mundos sean posibles. CAOI, 2008.
Walzer, Michael. Las esferas de la justicia: una defensa del pluralismo y la igualdad. México, FCE, 1993.
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[1] “Estado vacío, violencia social e identidades étnicas en el sur andino”. 28 de junio del 2011.
[2] Recomiendo un seguimiento a los movimientos sociales y los conflictos sociales que se generan en su tensa relación con otros sectores de la sociedad y el Estado en http://blog.pucp.edu.pe/blog/conflictosocial.
[3] El autor señala que en Perú no se ha llegado aún a dicha etapa de movilización capaz de disputar dicha hegemonía de las elites dominantes y excluyentes para refundar un sentido más incluyente de democracia.
[4] Los grandes trabajos de Alberto Flores Galindo y Manuel Burga sobre la Utopía Andina así lo atestiguan, igualmente se cuestionan las categorías clasistas y aunque los partidos políticos no reflejaran esta realidad, los resultados electorales de fines de la década de 1980 así lo expresarían con los “partidos y lideres independientes” que no han encontrado ni canales de expresión que se plasmen en los grandes movimientos políticos que den viabilidad a este país.
Tomado de:
http://odalisdelima.wordpress.com/2011/07/14/movimientos-indigenas-en-el-escenario-postneoliberal-peruano-el-retorno-a-una-vieja-historia/
Revisado y editado por Fernando Gutiérrez para su publicación en el blog de la revista Énfasis.
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